— Que no me digas que es “para ti”.
Dime la verdad: “Es para Lucía”, “Es para Don José”.
Quiero saberlo. Quiero formar parte de lo que haces.
Mi madre empezó a llorar.
— No quiero que te sientas obligado…
— Obligado, no. Orgulloso.
No conozco a nadie que pida dinero solo para poder dárselo a otros.
La abracé.
Y lloré como cuando era niño.
Tres semanas después recibí un correo.
Era de Lucía.
“Señor Daniel, su madre me dio su email.
Quería decirle algo:
Mi hijo mayor, Diego, ha sacado un 10 en matemáticas.
El primero de su vida.
La profesora le preguntó qué había cambiado.
Y él dijo: ‘Ahora ceno todos los días. Ya no me duermo en clase.’
Mis hijos comen gracias a su madre.
Y gracias a usted.
Algún día, cuando Diego sea mayor, le contaré esta historia.
Para que él también sepa ayudar a otros.
Porque la bondad se multiplica.”
Leí el correo diez veces.
Llamé a mi madre.
— Gracias, mamá — dije.
— No, hijo. Gracias a ti.
Por dejarme ser alguien que da, y no alguien que solo espera la pensión.
Hoy he aumentado la ayuda a 400 euros al mes.
No porque ella lo pidiera.
Sino porque he entendido algo:
Las personas más ricas no son las que acumulan dinero,
sino las que lo convierten en sonrisas ajenas.
