— Están todas en el fregadero, espera un momento — dijo Asunción, que fue al salón, regresó con un tenedor del juego de fiesta, lo limpió con un paño y lo colocó delante de María.
— Bueno, mis queridos, que aproveche.
Pero a María no le pasaba ni un bocado. Giraba una y otra vez el bonito tenedor entre los dedos sin entender por qué se sentía así. Una persona completamente ajena la trataba con un respeto que jamás había conocido en su propia familia.
María se obligó a llevarse algo de comida a la boca y masticar. ¡Qué delicia! Tan tierno: pollo al horno envuelto en papel de aluminio y verduras a la parrilla. Solo entonces se dio cuenta de lo hambrienta que estaba.
— Corta el pastel, María — pidió Asunción mientras encendía el hervidor y recogía los platos vacíos. María se inclinó hacia la caja.
El pastel también estaba delicioso, fresco. Las capas crujientes aún no empapadas por la crema resultaban sumamente placenteras.
— Yo lavo los platos — dijo María levantando la mano como en el colegio.
— Anda, descansa tú también; ya los lavo yo. Tengo que terminar de ver un programa que está a punto de empezar — respondió Asunción con un gesto despreocupado.
Enrique salió corriendo alegremente hacia su habitación. María se quedó, guardó los platos en el fregadero y agradeció sinceramente a Asunción con una sonrisa cálida y luminosa.
Más tarde, ya en su habitación, la mirada de María volvió a posarse sobre aquel regalo. Se acercó al estante, tomó la caja, se sentó en la cama y empezó a quitar cuidadosamente el envoltorio. Bajo las capas de papel brillante apareció una pequeña cajita roja —de esas donde normalmente se guarda dinero—. Al abrirla, María se quedó paralizada. Billetes. Y no unos pocos: había muchos. Instintivamente se llevó una mano a la boca para contener las emociones.
— Enrique… — susurró apenas audible.
— ¿Qué pasa? — respondió su marido sin apartar la vista del teléfono.
Pero María no esperó su atención. Salió disparada como un torbellino hacia la cocina donde estaba sentada Asunción. Aún tenía entre las manos aquella cajita roja.
— ¡Gracias! — exclamó María sin ocultar su alegría. Se lanzó hacia Asunción para abrazarla, le dio besos en ambas mejillas y luego volvió a estrecharla contra sí casi dando saltitos de felicidad.
— Espero que esto os sirva para dar vuestra primera entrada — dijo Asunción con una sonrisa amable y algo avergonzada — No soy precisamente una gran regaladora pero…
— ¡Sí que sirve! ¡Claro que sí! ¡Gracias! ¡Gracias, mi querida! ¡Mi adorada! ¡Cuánto le quiero! — repetía María sin poder parar de abrazarla una y otra vez; agradeciéndole no tanto por el dinero como por ese gesto lleno de cariño sincero.
En ese momento, María valoraba no solo el regalo sino también esa disposición generosa de aquella mujer; su corazón maternal dispuesto a darlo todo por la felicidad del hijo y su esposa. Sentía amor desinteresado, cuidado genuino y una calidez auténtica e incondicional.
