Les sonreí con cansancio y dije:
«Caballeros, pueden retirarse. Nadie va a ninguna parte esta noche. Excepto la señora Magdalena y su hijo, que tienen una semana para empacar.»
Tres días después, recibí una llamada de los abogados de la familia Mendoza. Aceptaban mis términos. La mansión era oficialmente mía, el divorcio se procesaría como «mutuo acuerdo», y ellos mantendrían silencio absoluto.
Un mes después, mientras Sofía dormía en su nueva habitación — decorada exactamente como yo quería, sin la interferencia de Magdalena — recibí la noticia de que Don Ernesto había fallecido pacíficamente en su sueño.
Fui a su funeral. Ricardo ni siquiera me miró.
Pero cuando todos se fueron, me quedé frente a su tumba y susurré:
«Gracias por confiar en mí cuando nadie más lo hizo. Cuidaré de tu nieta como usted habría querido. Y la empresa que construyó… no la dejaré caer en manos equivocadas.»
Porque Don Ernesto también me había dejado algo más en su testamento final: el 40% de las acciones de la empresa familiar. Lo suficiente para tener voz y voto en todas las decisiones importantes.
Ricardo y Magdalena descubrieron eso en la lectura del testamento. Sus caras fueron un poema.
Hoy, dos años después, dirijo la división de responsabilidad social de Grupo Mendoza. Sofía crece rodeada de amor, educación y dignidad. La mansión de Polanco es nuestro hogar, lleno de risas y luz.
Ricardo se casó con su amante. Duraron seis meses antes del segundo divorcio.
Magdalena vive en Cuernavaca, amargada, sin poder contra mí.
Y yo aprendí la lección más importante: nunca subestimes a una mujer que has herido. Porque cuando una mujer traicionada se levanta, no lo hace para vengarse.
Se levanta para recuperar todo lo que siempre fue suyo.
