Mi corazón latió tan fuerte que casi dolió, no tanto por mí, sino por la bebé dormida en la cuna de plástico transparente a mi lado. Sofía apenas tenía seis minutos de vida y ya estaba creciendo entre traiciones.
Ricardo se acercó a la cama sin mirarme a los ojos. No miró a nuestra hija. Me miró a mí con una mezcla de lástima e irritación, como quien observa un trámite molesto que debe completar. Extendió los papeles del divorcio sobre mi vientre aún sangrante, justo encima de las sábanas que cubrían mi cuerpo adolorido, y dijo con una frialdad mecánica las palabras que marcarían el fin de mi antigua vida:
«Firma. Conseguiste lo que querías: un bebé para atraparme y asegurar tu futuro. Pero se acabó. Firma y vete.»
La amante a su lado sonrió con más suficiencia, observándome como si ya estuviera ocupando mi cama, mi vida y mi lugar en una historia que jamás le perteneció.
Magdalena añadió, alisando su falda impecable: «No perteneces a esta familia. Nunca perteneciste. Eres una huérfana, una muerta de hambre que mi hijo acogió por lástima. Ahora que tenemos una heredera de sangre, eres superflua.»
Mis puntos todavía estaban frescos, la anestesia peridural aún dejaba mis piernas medio dormidas, y aun así dos guardias de seguridad privados, contratados por Magdalena, ya esperaban en la puerta para sacarme a rastras.
«Tienes hasta el viernes para desalojar la mansión en Polanco,» agregó Magdalena con desprecio. «Una divorciada sin apellido no tiene derecho a vivir bajo un techo que no le pertenece.»
No respondí. No por debilidad, sino porque el dolor del parto aún corría por mis venas, mezclado con una calma peligrosa que solo aparece cuando una mujer traicionada sabe algo que los demás ignoran.
Miré los papeles con detenimiento, viendo cómo Ricardo los empujaba con impaciencia, confiado en que yo estaba demasiado agotada para leer o pensar. Sin imaginar lo profundamente equivocado que estaba.
Él aún no sabía que cuatro meses antes, mientras él gastaba dinero en su amante y viajaba «por negocios» a Cancún, su propio padre, Don Ernesto, me había llamado para hablar sobre el futuro de la familia.
Don Ernesto, un hombre serio y silencioso que había construido su imperio desde cero, me confesó en su oficina privada que confiaba más en mí que en su propio hijo. Porque veía en mí la responsabilidad y claridad que Ricardo jamás mostró, ni siquiera en sus mejores días.
«La familia necesita estabilidad,» me dijo, mirándome con esos ojos cansados pero firmes. «Alguien que piense con cabeza fría y no con instintos egoístas. Por eso he decidido transferirte legalmente la mansión principal como parte de una reestructuración patrimonial.»
Me pidió mantenerlo en secreto por un tiempo para evitar conflictos familiares. Me aseguró que, pasara lo que pasara, nadie podría quitarme la casa, porque el documento estaba blindado por los mejores abogados de la Ciudad de México.
