Me entregaron los papeles del divorcio sobre mi vientre aún sangrando tras 18 horas de parto, pero no sabían que la mansión de la que me echaban ya era mía.
Ya no podía gritar más. Dieciocho horas de parto me habían arrancado la voz por completo, dejando apenas un susurro ronco y doloroso. Pero mis ojos seguían funcionando perfectamente — con una claridad brutal capaz de ver incluso las traiciones más cuidadosamente disfrazadas.
Vi a mi marido, Ricardo, entrar a la habitación del hospital con una mujer agarrada de su brazo. Ella era impecable: cabello rubio perfectamente lacio, perfume caro que invadió el ambiente, vestido de diseñador que costaba más que el salario anual de una enfermera. Sonreía con esa suficiencia de quien ya se sentía dueña del territorio ajeno.
Vi a mi suegra, Magdalena, cerrar la puerta detrás de ellos con ese gesto rígido y cruel que siempre usaba cuando estaba a punto de hacer algo sucio. Como si la maldad fuera una herencia familiar que ella dominaba a la perfección.
Magdalena sacó un sobre manila de su bolso Hermès — porque hasta para destruir vidas necesitaba hacerlo con estilo — y se lo entregó a su hijo. La escuché susurrar, viperina y precisa, las palabras que jamás olvidaré:
«Hazlo ahora, mientras todavía está débil. No dejes que use al bebé para negociar.»
