Doña Teresa frunció el ceño mientras miraba la pantalla.
—Qué extraño —murmuró.
—¿Qué pasa? —Sentí que mis músculos se tensaban.
—El sistema me sale con un «Bloqueo de Privacidad Nivel 5» en los primeros quince días.
—¿Nivel 5? ¿Qué significa eso?
—Significa que los archivos físicos están sellados y los digitales están encriptados. El acceso solo es posible con autorización de la Dirección o… —leyó más cerca de la pantalla— …con autorización del responsable legal que solicitó el bloqueo.
—Yo soy el padre y el responsable legal. No solicité ningún bloqueo.
—Aquí dice que la solicitud fue firmada por la abogada Verónica… —Doña Teresa entornó los ojos— Verónica María Ruiz, actuando como representante legal de la madre incapaz.
El mundo se detuvo. Verónica usó su segundo nombre, un nombre que rara vez usaba, y el apellido «Ruiz». El apellido de mi esposa era Ruiz. El apellido de Verónica no era Ruiz. Su apellido era Vargas.
—¿Me está diciendo que mi cuñada usó un apellido falso para bloquear los archivos?
—No sé si es falso, señor, pero es lo que pone aquí. La fecha es el día siguiente al parto, cuando su esposa entró en coma.
Golpeé el mostrador con el puño, asustando a Doña Teresa.
—Necesito ver esos documentos. Ahora.
—Señor, no puedo…
—¡Mi esposa murió en este hospital! ¡Mis hijas fueron diagnosticadas aquí! ¡Tengo derecho a saber qué pasó durante esos quince días! —grité, y la desesperación en mi voz debió conmoverla, o tal vez asustarla.
—Mire —Doña Teresa bajó la voz—, los archivos físicos de «casos especiales» están en el segundo sótano. No puedo entregárselos, pero si baja y habla con el encargado, tal vez… a veces el sistema de ahí abajo no está actualizado.
No esperé más. Bajé las escaleras de servicio de dos en dos.
El sótano estaba frío y húmedo. Encontré a un chico revolviendo cajas. Después de un generoso soborno disfrazado de «propina por su trabajo», me dejó echar un vistazo a las cajas de 2021.
Lo que descubrí me dejó temblando.
No había registros neurológicos. Los gráficos de progreso diario de las niñas durante las primeras dos semanas eran… impecables. Peso: normal. Altura: normal. Reflejos: normales.
Busqué la sección de «Oftalmología». Había una anotación manuscrita de una enfermera, fechada el tercer día de vida: «El paciente responde a estímulos lumínicos. Seguimiento visual de objetos en movimiento: Presente. Pupilas isocóricas y normorreactivas».
¡Podían ver! ¡Podían ver solo tres días después de nacer!
Entonces, ¿qué cambió?
Continué pasando páginas hasta encontrar una orden de traslado interno, fechada el día 10. «Traslado a Unidad de Cuidados Especiales Privada por orden del Dr. Fernando Castillo. Motivo: Sospecha de neurodegeneración hereditaria. Inicio de protocolo de sedación leve para estudios».
Y allí estaba la firma. No la mía. Sino la de Verónica, garabateada a toda prisa.
Fotografié cada documento con mi móvil, sintiendo una mezcla de euforia y náusea. Tenía la prueba de que nacieron viendo. Pero necesitaba saber qué se les hizo después.
El Encuentro Clandestino
Cuando estaba saliendo del hospital, mi teléfono sonó. Era un número desconocido.
—¿Sr. Martínez?
—Sí, ¿quién habla?
—No diga mi nombre. Me vio ayer en la plaza. Hablé con la Sra. María después de que se fuera.
Era el vendedor de agua de coco. O al menos eso pensé al principio.
—¿El del coco?
—No. Soy hijo de María. Bueno, su otro hijo. El que ella crió.
Me quedé paralizado.
—¿María tiene otro hijo?
—Adoptivo. Mire, mi madre… la Sra. María, está muy preocupada. Sabe cosas que no le contó ayer porque temía que no le creyera. Pero si encontró lo que buscaba en el hospital, necesita hablar con otra persona.
—¿Con quién?
—Con Patricia. La enfermera jefa de neonatología ese año. Fue despedida dos meses después del nacimiento de sus hijas. Mi madre la conoce porque Patricia también acabó viviendo en la calle durante un tiempo después de perder la licencia por «difamación». Verónica fue la responsable de arruinarla.
—¿Dónde puedo encontrarla?
Me dio una dirección en un barrio obrero, lejos de mi refugio seguro.
Conduje hasta allí sin pensarlo dos veces. La casa era humilde, pero limpia. Patricia era una mujer de unos cincuenta años, con el rostro marcado por la amargura y el cansancio. Cuando le dije quién era, intentó cerrarme la puerta en la cara.
—¡Váyase! ¡Esa familia solo trae desgracias!
—Patricia, por favor. Sé que mis hijas no son ciegas. Sé que Verónica hizo algo. Necesito tu ayuda para salvarlas.
La mención de «salvarlas» la hizo detenerse en seco. Suspiró y me dejó pasar.
—Eran ángeles —dijo Patricia, sirviéndome un café aguado—. Sus hijas eran perfectas. Yo las recibí. Las bañé. Me miraron, Sr. Martínez. Tenían unos ojos azules tan brillantes…
—¿Qué pasó, Patricia?
—Su cuñada apareció como un huracán. Dijo que tenía «poderes legales». Trajo al Dr. Castillo y a otro tipo, un psiquiatra llamado Alejandro Torres. Cerraron toda un ala de la UCI neonatal. Dijeron que era «cuarentena».
—¿Y qué hacían allí?
—Fármacos —dijo con asco—. Vi los frascos en la basura. Escopolamina, benzodiacepinas y gotas de atropina.
—¿Atropina?
—Dilata las pupilas. Deja los ojos insensibles a la luz. Si le das eso a un bebé antes de un examen, cualquier oftalmólogo honesto verá pupilas fijas y pensará que hay daño cerebral o ceguera. Pero lo hacían día tras día. Y el otro medicamento… el que ponían en los biberones… las mantenía aturdidas, desconectadas.
Patricia empezó a llorar.
—Intenté denunciar. Fui a hablar con el director del hospital. Al día siguiente, me acusaron de robo de medicamentos. Verónica, su cuñada, era la abogada del hospital en aquel momento. Me arruinaron, Sr. Martínez. Me quitaron la licencia, la pensión, todo.
Sentí una rabia tan intensa que me quemaba la piel. Verónica no solo había dañado a mis hijas; había destruido vidas para cubrir sus huellas.
—Patricia, ¿estarías dispuesta a testificar? Si llevo esto a juicio.
—Si me promete que esa mujer va a pagar… testificaré hasta en el infierno.
La Segunda Opinión: La Confirmación del Horror
Salí de la casa de Patricia con una misión clara. Necesitaba confirmar el estado de salud de las niñas. No podía llevarlas a ningún médico de la red de contactos de Verónica.
Llamé a Eduardo Hernández, un viejo amigo de la facultad que ahora era un respetado neurólogo pediátrico en Barcelona. Pagué el billete de avión para que viniera esa misma tarde. Nos encontramos en mi casa, aprovechando que Verónica tenía una cena de negocios.
Eduardo trajo equipos portátiles.
—Javier, esto es muy serio. Si lo que dices es cierto, estamos hablando de un crimen atroz.
Hizo pasar primero a Elena. Apagó las luces y usó una lámpara de hendidura portátil y otros aparatos.
—Elena, cariño, mira la luz —dijo.
—No puedo ver, tío —dijo Elena, repitiendo el guion que le habían enseñado.
—Lo sé, mi amor. Solo abre los ojos.
Después de una hora examinando a las tres, Eduardo salió al pasillo, pálido como un fantasma.
—Javier… ven aquí.
