—Javier, por favor. Es una estafadora. Gente así huele el dinero y la vulnerabilidad. Probablemente investigó tu vida en las redes sociales. No caigas en eso.
En ese instante, mi móvil vibró. Un mensaje de un número desconocido. Era una foto. Una foto borrosa, tomada años atrás, pero clara en su contenido: una Verónica más joven, discutiendo acaloradamente con el Dr. Fernando Castillo en la entrada del hospital. Y debajo, un texto: «Soy la enfermera Patricia, del San Rafael. Si quieres saber la verdad sobre tus hijas, encuéntrame mañana en el Café Gijón a las 8h. No confíes en tu cuñada».
Miré a Verónica a los ojos.
—Tal vez tengas razón —dije, ocultando mi móvil—. Tal vez sea una estafadora. Investigaré para desenmascarla.
Verónica pareció relajarse.
—Hazlo. Ya verás que tengo razón. Solo quiero protegeros, Javier. Sois todo lo que me queda de mi hermana.
Esa noche, no les di las «vitaminas» a las niñas. Vertí el líquido por el desagüe y guardé el frasco para analizarlo.
Al día siguiente, el encuentro con la enfermera Patricia fue la llave que abrió la caja de Pandora.
—Sr. Martínez, cargo con esta culpa desde hace cuatro años —dijo la mujer, apretando la taza de café con las manos—. Sus hijas nacieron sanas. Perfectamente sanas.
—¿Qué?
—Estuve presente durante el parto. Las niñas respondieron a la luz. Siguieron mi dedo con los ojos. Pero su esposa… estaba muriendo. Y esa mujer, Verónica, llegó con una orden judicial temporal y un equipo médico externo liderado por el Dr. Castillo.
—¿Por qué?
—Alegó que había un historial genético de una enfermedad rara. Las niñas fueron llevadas a una sala aislada. Empezaron a administrarles fármacos. Sedantes, atropina para dilatar sus pupilas y hacerlas parecer ciegas durante los exámenes, y algo más… algo para confundir sus sentidos.
—¿Por qué haría algo así? —pregunté, con ganas de vomitar.
—Por el dinero, Sr. Martínez. Y por el control. Una vez escuché al Dr. Castillo hablando con ella. Mencionaron un fondo fiduciario. Dijeron que si las niñas eran discapacitadas, necesitarían un tutor legal de por vida en caso de que el padre no fuera «apto». Y mencionaron algo sobre la herencia de la madre biológica de su esposa.
Volví a casa con la furia de un volcán a punto de entrar en erupción. Pero necesitaba ser inteligente. María, la abuela, tenía razón. Las niñas no eran ciegas; estaban drogadas y psicológicamente condicionadas.
Llamé a mi amigo Eduardo Hernández, un neurólogo de confianza que vivía en otra ciudad, y le pedí que viniera inmediatamente. Cuando examinó el frasco de «vitaminas», su expresión cambió.
—Javier… esto es una mezcla de sedantes potentes y bajas dosis de escopolamina. Esto mantiene a la persona en un estado de constante sugestionabilidad y confusión sensorial. Bloquea la conexión entre el ojo y el cerebro. Si le das esto a un niño desde la infancia… su cerebro aprende a ignorar las señales visuales. Es… es monstruoso.
—¿Es reversible?
—Si dejamos de dárselo… sí. El cerebro es plástico. Volverán a ver. Pero necesitarán mucha terapia.
Esa tarde, cuando Verónica llegó con su sonrisa falsa y los nuevos frascos, la policía ya la esperaba en el salón. Pero María, la verdadera abuela, también estaba allí, sentada en el sofá con las tres niñas en su regazo, leyéndoles un cuento… y las niñas miraban las ilustraciones.
—¡¿Qué hace esa mendiga aquí?! —gritó Verónica, perdiendo la compostura al entrar.
—Está con sus nietas —dije, saliendo de las sombras—. Y tú, Verónica… estás acabada.
Verónica intentó huir, pero los policías la interceptaron.
—¡No tienes pruebas! —gritó—. ¡Hice esto por ellas! ¡No sabías cuidarlas! ¡Eras un adicto al trabajo!
—Lo hiciste por el fondo fiduciario de María —dijo la abuela María, levantándose con verdadera dignidad—. El fondo que mis padres dejaron a mi hija, que descubriste cuando trabajabas en el bufete que se ocupaba de la adopción. Sabías que si yo encontraba a mi hija, perderías el acceso a ese dinero que has estado desviando.
Verónica palideció. Todo había sido descubierto. Había robado la identidad de la «hermana» de María para acercarse a ella, fingido su propia muerte para alejar a la madre y cegado a mis hijas para asegurar el control de la fortuna bajo el pretexto de «gastos médicos especiales».
Los meses siguientes fueron duros, pero hermosos. Con la desintoxicación, la visión de las niñas fue volviendo gradualmente. Primero vinieron las sombras, luego los colores vivos y, finalmente, las formas definidas.
Jamás olvidaré el día, tres semanas después, en que Elena María se detuvo frente a mí, tocó mi rostro y dijo:
—Papá, eres más guapo de lo que imaginaba. Pero pareces triste.
—Ya no, mi amor —lloré, abrazando a las tres—. Ya no.
Verónica fue condenada a 25 años de prisión por fraude, agresión agravada contra menores y falsificación de documentos. El Dr. Castillo perdió su licencia y también fue encarcelado.
Hoy, un año después, estoy sentado en la misma plaza. Pero ya no miro mi móvil. Estoy observando a mis tres hijas corriendo hacia la abuela María, que ahora vive con nosotros en una casa llena de luz, flores y música. Las nubes sobre nosotros no tienen forma de corazón hoy, pero no necesitan tenerla. El amor que siento, el amor verdadero que nos salvó de la oscuridad, es más grande que cualquier cielo.
A veces, la vida necesita quebrar nuestros ojos para que aprendamos a ver con el corazón. Y a veces, la ayuda viene de la fuente menos esperada: una «mendiga» con los bolsillos vacíos, pero con el alma repleta de verdad.
Esa noche, después del encuentro en la plaza, mi casa en Salamanca parecía diferente. Las paredes, que antes me daban la sensación de un refugio de seguridad y lujo, ahora parecían los muros de una prisión dorada. Acosté a las niñas, besé sus frentes y me quedé allí, en la penumbra, observándolas dormir. Parecían tan tranquilas, tan ajenas a la tormenta que se desataba en mi mente.
¿Y si aquella mujer tuviera razón? La pregunta martilleaba implacablemente en mi cabeza.
Bajé a mi despacho y cerré la puerta con llave. Necesitaba pensar, necesitaba lógica, necesitaba datos. Soy ingeniero; mi vida se basa en hechos, no en corazonadas o nociones místicas de nubes con forma de corazón. Pero los hechos ante mí eran contradictorios.
Cogí nuestro álbum de fotos de boda. Pasé la mano por el rostro de María sobre el papel brillante. «Ayúdame, mi amor», susurré. «Si esa mujer es tu madre… ¿por qué nunca me lo contaste? ¿Por qué tanto secreto?»
Entonces recordé un detalle que había enterrado en mi memoria. Meses antes de morir, María estaba nerviosa, recibiendo llamadas que cortaba en cuanto yo entraba en la habitación. Cuando le pregunté al respecto, me dijo que eran «comerciales». ¿Y si estaba intentando encontrar a su familia? ¿Y si Verónica sabía algo?
Lo que más me dolía era la incertidumbre respecto a Verónica. Ella había sido mi puerto seguro. Pero la reacción de María (la abuela) al ver su foto fue visceral. Había odio, había miedo, había reconocimiento.
Decidí que no podía confrontar a Verónica sin argumentos. Necesitaba pruebas irrefutables.
El Rastro de los Papeles Perdidos
A la mañana siguiente, esperé a que Verónica saliera hacia el bufete y llevé a las niñas al colegio. Inmediatamente después, fui al Hospital San Rafael. No al consultorio privado del Dr. Fernando Castillo, sino al archivo principal del hospital.
El edificio administrativo era un laberinto de burocracia. El aire olía a antiséptico y café rancio. Me acerqué al mostrador de «Archivos Médicos».
—Buenos días. Soy Javier Martínez. Necesito una copia completa y sin censura de los historiales médicos de mis hijas: Elena, Laura y Paula Martínez. Desde el día en que nacieron.
La recepcionista, una señora mayor de gafas de montura gruesa llamada Doña Teresa, tecleó mi nombre con una lentitud exasperante.
—Martínez, Martínez… Trillizas, ¿verdad? Recuerdo el caso. Fue toda una conmoción por aquí.
—Sí. Necesito todo. Notas de enfermería, registros de medicación, todo.
